Incertidumbre y miedo son las sensaciones que dominan el desolado ambiente. A medida que el número de contagios crece, los nombres de personas cercanas o al menos conocidas, que han fallecido o luchan contra la enfermedad, también se incrementan. A pesar de que se cuente con las condiciones para observar las reglas del confinamiento, las diarias noticias y la confusión hacen sentir la amenaza del depredador de modo cada vez más envolvente.

 Un aislamiento cómodo o llevadero no impide ser empático para traer a la mente los millones de personas obligadas por la necesidad a circular en el oleaje humano del contagio, o de los otros tantos obligados a padecer el encierro en la estrechez y la pobreza, frecuentemente agravadas por expresiones de violencia, por los brotes de la ira no contenida, la que durante generaciones se fragua en los oxidados moldes del rencor. No será exagerado pensar que el día en que la amenaza haya anunciado su anhelada retirada, habrá en las calles espontáneos intercambios de sonrisas entre autonombrados sobrevivientes, gustosos de ver compartida su sensación de alivio.

 Pero ¿cómo imaginar lo que a cada uno espera una vez que el incierto futuro se convierta en ineludible presente? Ahora podemos dedicar parte de nuestro tiempo a pensar que la realidad de la que venimos estaba lejos de ser la mejor y aún podemos imaginar lo mucho que nuestra vida individual y social debería cambiar para mejorar la calidad de nuestra existencia. Pero no todo es así: muchos ya han podido medir la dimensión de lo que han perdido y otros más no sabemos lo que nuestra realidad habrá de modificarse más allá de nuestra voluntad y de nuestra conveniencia.

Me temo que será difícil encontrar las voluntades necesarias para promover las transformaciones que el mundo requiere. Se ha probado en exceso que en la realidad que hasta hoy prevalece, la conciencia es pobre, la voluntad débil y la ambición insaciable. A pesar de ello los cambios que vendrán pueden ser importantes, pero no se advierte que vayan a ser generados por una visión planeadora enfocada a la construcción de un mundo mejor, sino que serán consecuencia de lo que hoy está sucediendo. Del tiempo prolongado y de lo que en él ha venido ocurriendo, surgirán nuevas y muy diversas realidades parciales, que a su vez provocarán nuevas necesidades ante las cuales aparecerá el acecho de los egoísmos renovados; no obstante, también podrán darse espacios a la imaginación interesada en un mundo mejor que incluya el reparto equitativo de las oportunidades. Es aquí donde habrá que impulsar transformaciones que favorezcan la perdurabilidad de nuestra gran casa en condiciones más humanas para la especie consciente que en ella habita.

Quienes menos hayamos padecido durante el confinamiento, mayor responsabilidad tendremos para formular y poner en la agenda de la discusión las preguntas indispensables y pertinentes antes de continuar la marcha a ciegas en un mundo que día a día ve disminuído su horizonte sin advertir enmienda en nuestro comportamiento. ¿Cómo no darnos a la reflexión cuando la soberbia del ser humano ha sido tan seriamente golpeada por un depredador incontenible que persigue, enferma, mata, destroza y se mofa de que la ciencia y la tecnología del “rey de la creación” no tengan plazo definido para poderlo someter? Es hora de admitir, al menos, lo que tan severamente nos ha sido recordado: el valor esencial de la vida y la salud; la brevedad de la primera y la vulnerabilidad de la segunda.

Ante lo efímero y lo precario ¿no deberíamos preguntarnos sobre lo que a pesar de todo debe prevalecer y cómo adaptarnos a lo inevitable que los cambios traen consigo?

Es tiempo de pensar en que los grandes temas de la salud y de la vida deben llevarnos a la búsqueda del saber prioritario y fundamental, el que permite asumir una existencia orientada a la realización de nuestras mejores expectativas posibles. La experiencia no cesa de recordarnos que la educación, sin ser panacea, es medio indispensable para transitar de la mejor manera posible la brevedad de la vida, para conocer y vivir en armonía con la naturaleza, para adquirir y practicar hábitos que favorezcan un estado de salud física y mental que haga menos vulnerable y más gozosa la existencia.  Estos propósitos básicos nos obligan a retomar la preocupación permanente de los educadores que se refiere al para qué y al cómo educar.

La conciencia que da sentido a la vida ha de formarse a partir de valores esenciales y del conocimiento necesario para vivir en armonía con el universo del que formamos parte.

Miguel Limón Rojas

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«Bajo el vasto cielo nocturno, la vía láctea se abrió ante nosotros» del autor Josh Gordon en Unsplash