Cada segmento de nuestra sociedad ha vivido el COVID 19 de modo diferente. Quisiera referirme ahora a jóvenes, hombres y mujeres, de manera especial a quienes se encuentran menos provistos de recursos y apoyos para vencer las dificultades. Es explicable que entre ellos estén los grupos identificados en el estudio dirigido por Leslie Serna, que expresan enojo y tristeza provocados por una realidad sofocante.

La evidencia debe llevarnos a compartir la intención de contribuir a que este largo episodio no tenga secuelas que disminuyan el potencial enorme que a ellos corresponde vivir y aportar.

Algunos de los grandes males que hoy sufre el país tienen que ver con momentos en los que fue muy insuficiente la atención prestada a los jóvenes.

Parte de lo mucho que por ellos debemos hacer, es contribuir a preservar y alentar esa potencia que constituye su rebeldía virtuosa, una de las más valiosas cualidades que identifica a esas edades, la que reside en el corazón de su vitalidad, la que surge del coraje y es la clave de su entereza, la fuente de su autodeterminación y de su vocación de libertad y de justicia. Es evidente que no estamos hablando de la actitud que corresponde al egoísmo, que niega la cooperación, obstruye el derecho del otro o conduce a la irresponsabilidad. Menos aún se trata de la cualidad negativa que sirve al afán de destruir, la que anida en el carácter violento y se guía por el impulso contrario a la razón, la que cultiva el rencor y engendra tiranía. Nos estamos refiriendo a esa virtud que implica la capacidad de respetar, de reconocer límites para sí mismo y para el otro, la que repudia órdenes y acciones derivadas de la arbitrariedad y se niega a toda imposición que mancilla la dignidad. Aceptar la rebeldía de la juventud es comprender su necesidad de ser, es aceptar su posibilidad de decir yo existo; es escuchar su protesta y su propuesta.

El ánimo de rebeldía se nutre de enojo, de coraje y valor, se ha de asistir de la razón para impulsar a la persona hacia el camino que favorece la vida y renueva la existencia.

Una valiosa fuente de inspiración es la noción de rebeldía que con tanta lucidez elaborara Albert Camus, el mismo que dedicara el Premio Nobel[1] que le fue otorgado en 1957 al Maestro responsable de su formación cuando niño pobre y huérfano de padre, en una modesta escuela de Argelia. Su profesor Germán le dio mucho de lo que en su casa le faltaba y al concluir la educación básica lo impulsó y apoyó para continuar sus estudios, gracias a lo cual aprendió Literatura y Filosofía y pudo llegar a ser uno de los grandes creadores en el humanismo de la postguerra. De las necesidades intelectuales que su tiempo propició, de su profundo entendimiento y de su compromiso con la verdad surgió ese elogio de la rebeldía en tanto fortaleza, que puede llevar al ser humano a seguir la luz de la conciencia, a mantenerse firme en los principios y sostenerse en la arquitectura moral con la que es posible cruzar la travesía de la vida. Él fue rebelde para preservarse, y vencer el oleaje engañoso que hacía tambalear a tantos otros; lo fue para mantener claridad en la confusión desde la que se ofrecía el cielo para un mañana incierto a condición de que el individuo canjeara su libertad individual por una supuesta libertad de la especie. Soportó los reproches que le vinieron por asegurar que la lucha por la especie solo valía la pena si el propósito incluía a cada ser humano, al de hoy y al de mañana. Fue duramente criticado por sostener que la justicia tan deseada no sería realizable sin que cada quien fuera libre y solidario para tomar parte en una obra que habría de ser edificada piedra sobre piedra, en lugar de construir con cadáveres el monumento histórico al sacrificio. Afirmaba que suprimir a un solo ser de la sociedad es suficiente para quedar excluido. Quien comete el crimen, comete la negación de su ser comunitario.

Tuvo la visión y el valor, la rebeldía, para pronunciarse contra el engaño de la ilusión: “en su mayor esfuerzo el hombre solo puede disminuir aritméticamente el dolor del mundo”.

Camus quiso dejar claro que el combate en el que él tomaba parte era el que asumía el sabor amargo de la realidad, solo compensado por el gozo íntimo de la irrenunciable libertad creativa.

La historia nos ofrece múltiples ejemplos de acciones heroicas inspiradas en esta actitud, pero no es menester formar a las personas solo para actuar acertadamente cuando llegan los grandes acontecimientos; lo importante es prepararlas para la vida cotidiana en todos los frentes en los que se desenvuelve la existencia, muy especialmente para el ejercicio ciudadano que tiene que ver con el interés de todos.

La construcción de ese perfil exige un arduo quehacer de la educación en el que la familia y la sociedad deben acompañar a la escuela mediante un esfuerzo que permita a los jóvenes adquirir el conocimiento y cultivar los valores que orientan la conducta. Educar la rebeldía es educar en la noción de los límites del poder propio y del de cualquier otro. La libertad que el rebelde reclama para sí, la reivindica también para todos.

 La rebeldía que debe habitar en nosotros no se niega a acatar los deberes ni rechaza las responsabilidades;  ha de estar ahí para impulsar nuestra capacidad de ser cuando las circunstancias así lo exijan. Para ello se habrá entrenado la voluntad que corresponde a un ciudadano completo y no al súbdito sometido a la obediencia incondicional; se habrá aprendido a decir NO, siempre que el mandato ético así lo prescriba y la verticalidad de un individuo hable por la dignidad de todos.

Por Miguel Limón Rojas

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[1] En este enlace puede escucharse el discurso en español

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