A Leslie Serna.

 

“Te traes a tu costilla!” Era una jocosa expresión empleada entre amigos, cuando jóvenes debíamos aclarar el carácter de una invitación que incluía a las novias o a las esposas.

En el mito del origen, con la fuerza de la verdad revelada, las Sagradas Escrituras habían adjudicado a la mujer el destino correspondiente a un producto derivado de quien habiendo sido creado del polvo de la tierra, ocuparía el lugar privilegiado en el centro del paraíso. Esa misma compañera, “carne de su carne” por haber surgido de la costilla que le había sido extraída durante el sueño, haría sucumbir al inocente Adán ante el engaño de la astuta serpiente. Ambos pasarían a convertirse en simples mortales, condenados a morir al término de una vida más o menos efímera que habría de transcurrir fuera del edén.

Aquella sentencia bíblica es solo una de las fuentes de la tradición secular que a partir de las funciones de la reproducción y de la maternidad mantuvo a la mujer en las condiciones de subordinación y exclusión, de las que no se ha visto plenamente liberada. La parte animal, en su dimensión salvaje, pondría la fuerza física a favor del hombre por encima de su inteligencia y sensibilidad: permanente recurso para asegurar la sumisión, dirimir las diferencias, acallar las protestas y perpetuar una supremacía construida sobre el sometimiento y el dolor, con la imposibilidad de lograr una realización humana integral.

Durante siglos, lo esencial se modificó poco. Fue apenas durante la pasada centuria que la reivindicación tomó un camino de continuidad. Entre mi niñez y mis años de universidad la participación de la mujer en la vida de la sociedad pasó de ser gloriosa excepción a la de sufrida minoría. En la Facultad de Derecho al inicio de los sesentas, la composición del alumnado contaba ya con un 10% de mujeres pero los profesores que descargaban sobre ellas fobias, prejuicios sexistas y rencores a la vista del salón en pleno, no escuchaban siquiera expresiones de reprobación por parte de nosotros.

El tránsito hacia la participación fue frecuentemente respaldado por las madres que empezaban a verse realizadas a través de sus hijas, pero llegado el momento del matrimonio ya no había disyuntiva y salvo excepciones, la aventura de la realización personal quedaba interrumpida. Ahora abundan las evidencias de lo mucho que la humanidad se ha transformado en esta materia: por las puertas de la educación la mujer se hizo de los medios que le permitieron ocupar buena parte de los espacios anteriormente vedados; el matrimonio dejó de ser la cerradura que clausuraba sus posibilidades de realización en aspectos personales y profesionales de su propio interés. Los derechos que le han sido reconocidos, así como los niveles de participación que ha logrado alcanzar en la vida social son de relevancia indiscutible.

No obstante lo anterior, los abusos, las trabas y los nudos obscuros que les mantienen el pie sobre el cuello, representan, frecuentemente, obstáculos tan férreos como inadmisibles. La obligación de removerlos nos concierne a todos y para ello es indispensable una visión clara desde la cual se impulse una verdadera transformación de la conciencia así como un esfuerzo ininterrumpido que atienda todos los frentes donde se mantienen la injusticia y la exclusión.

De las desigualdades que lastran la vida de nuestra sociedad es la de género la de mayor peso y la que más empecinadas resistencias plantea al propósito de lograr una sociedad justa y con oportunidades de realización integral para todos. Sigue siendo la educación a lo largo de toda la vida, el camino para lograr un verdadero cambio de mentalidad que alcance las más hondas concepciones desde las que arranca la manera de concebirnos y mirarnos a nosotros mismos. Se trata de reconocer y asumir no solo los errores sino las fuentes que los generan, saber en qué consiste todo aquello que aún no hemos modificado y que proviene de la antigua y equivocada visión en la que nos formamos y desde la cual construimos la falsa noción de la superioridad del hombre sobre la mujer. Esa noción que dio lugar a estereotipos, roles y patrones de conducta con los que crecimos y que fueron tomados como verdades dadas; identificar los atavismos que solo permiten lentos y tímidos pasos hacia la igualdad de género, que impiden reaccionar activa y enérgicamente ante todo aquello que mantiene y reproduce formas de exclusión, de abuso y de maltrato. Aún estamos lejos de aceptar todas las implicaciones que la igualdad implica.

En este como en otros aspectos de la vida social y política de nuestro país, pertenezco a una generación de transición que vivió lo que sin restricciones fue la supremacía masculina con una pálida participación de la mujer en la vida profesional, en el quehacer científico y en el mundo del arte;  una generación que a regañadientes, pero con muy sana presión ha vivido, desde sus comienzos,  la mutación más honda, de la que se han derivado los cambios que progresivamente se han impuesto a base de evidencias trabajosamente construidas e impulsadas con la inteligencia resuelta de las mujeres. Los aprendizajes han tenido lugar en todos los ámbitos de la vida personal, profesional y social. Lo más intenso ha debido ocurrir al interior, en lo más íntimo de cada uno de nosotros, en la vida en pareja: reconocer y aceptar, ceder y aprender en terrenos en los que raíces y patrones reaccionan a la defensa de supuestos principios que no admiten lo que se siente como derrota y pone en acción los mecanismos de autodefensa, celosos del territorio patriarcal y de la supremacía. Son las múltiples demostraciones del error en el continuo litigio, las que van dando certificado de caducidad a los supuestos en los que han habitado las costumbres. Todo duele en tanto se cobra conciencia de que la aceptación de lo razonable trae consigo una compensación consistente en poder admirar y vivir los frutos de la aceptación que vienen a enriquecer todas las dimensiones de la vida emparejando los hemisferios que la integran. ¿Cómo no gozar de ver a la mujer brillar crecientemente en los múltiples campos laborales, profesionales y políticos, así como desempeñar papeles relevantes en los espacios del arte y de la ciencia? Son muchos los ámbitos que antes le estuvieron vedados y en los cuales su presencia es hoy mayoritaria. Día a día han caído las barreras que resguardaban los balcones reservados al hombre.

Las voces y el grito de reclamo por la reivindicación de lo femenino continúa encontrando los vergonzosos motivos para manifestarse desde la estridencia, la rabia y frecuentemente con las indeseables expresiones de violencia. Es mejor saber que estas actitudes persistirán en tanto subsistan las casusas que las provocan. Las acciones de protesta con toda su furia y expresiones destructivas que nos ha tocado ver, no deben provocar mayor indignación que todas las formas de violencia que aún abundan en contra de la mujer y permanecen ocultas en todos los rincones donde la bestia actúa impunemente.

No es fácil corregir los aprendizajes adquiridos desde la infancia; muchos de quienes los recibieron y continuaron experimentando la crueldad de manera cotidiana carecieron de cualquier otro referente; otros simplemente adquirieron una noción de la virilidad asociada a la capacidad de practicar el sometimiento forzado con el gozo patológico del sufrimiento que producen en la víctima. Estos comportamientos no pueden ser sino combatidos con la tenaz aplicación de la ley. En los niños, es indispensable evitar la reproducción de las deformaciones; alimentar en ellos el repudio decidido a la brutalidad, a la abominable cobardía que se esconde tras el culto a la virilidad que se ejerce mediante la imposición. Debe quedar grabado en ellos para siempre el rechazo a lo que la violencia representa, al dolor ajeno como si se sufriera en uno mismo. 

Para avanzar más decididamente en todos los frentes ayudará el pensar cuánto más bella será la vida cuando sea justa y se desenvuelva en un entorno social enriquecido por mujeres realizadas en toda su plenitud; cuánto más intensa y alegre será la convivencia ciudadana; cuánto más robusta e imaginativa nuestra democracia con la presencia irrestricta de la mujer en toda la dimensión que le corresponde.

Por Miguel Limón Rojas

 

Imagen propia